Voy creando espacios en la agenda
para sentarme, sin compañía,
a liberarme por poquitos
de tanta agua con sal.
Pequeñas válvulas de escape,
que de escape no tienen nada.
No son fuga. En lugar de sacarme de aquí,
me llevan directo a donde duele.
Me inunda la tristeza.
Goteras de impotencia.
Intento retenerlo todo, antes de inundar la casa.
Me cierro, como un grifo antiguo, con dificultad.
Tomando respiros profundos,
enfocándome en hacer, antes de sentir.
Según yo evitando ahogarme.
Pero hoy solo soy agua.
Pesa demasiado. El remolino no para.
Remo poco. Lo intento, con todas las fuerzas,
pero me frustro al no avanzar.
Me empiezo a sumergir.
Regreso rápido a mi orilla.
Intento soltar un poco de peso controlado,
un par de gotas nada más,
para balancear este exceso que cargo.
Luego, me lleno de listas por hacer,
por estar, por pensar.
Salgo de mi mente.
Si me quedo sola aquí adentro,
aún por un minuto, la válvula se abre,
el océano revienta y me asusta un poco
olvidarme entre tanto sentimiento
que sí sé flotar.
De nadar ni hablar, me faltan fuerzas.
En especial, porque hoy me pesa mucho el corazón;
que es por sí solo un mar vivo con olas que llevan
y traen recuerdos nostálgicos formando
maremotos de cara a pies.
Regreso,
cansada y un poco derrotada,
a mi orilla otra vez.
Cierro la puerta y los ojos,
me preparo para fluir.
Me transformo en mar rojo.
Todo mi interior se inunda.
Me hierve la sangre.
Pongo en pausa al mundo,
porque nada está estático adentro de mí.
Me abrazo fuerte.
Abro los ojos
y me reciben en el espejo
dos ventanitas rojas, apagadas,
empañadas de mar.
Me lavo con agua dulce,
intentando contrarrestar
el escándalo insípido
que a pesar de mis intentos
otra vez no logré retener.
Inhalo, me lleno de brisa
y continúo la tarde recuperando fuerzas
para sostenerme ante la próxima
tormenta interna de este duelo.
Porque sin importar qué haga afuera,
o en qué memoria me esconda adentro,
me doy cuenta que esto de sentir
es algo imposible de escapar.
No queda más que esperar.